Hay palabras que, de vez en cuando, me revelan contradicciones. La
de hoy es "únicos". Me inquieta bastante que "único", un adjetivo que
sirve para catalogar algo genuino, original, aislado y decididamente
positivo, separado de todo lo demás que no existe, pueda tener un
plural. Que algo cuyo par sea inconcebible tenga compañía con sólo
ponerle una ese. Pero lo que más me gusta es que ese mismo plural
contradictorio, que viene de un concepto tan solitario, sirva para
construir una de las identidades comunitarias más fuertes que puede
haber. "Somos los únicos que quedamos con vida en esta nave"; si me lo
dice a mí, créeme que me voy con Sigourney Weaver en Alien, el octavo
pasajero hasta el final del universo, aunque me caiga mal o tenga cara
de tramar algo. Siempre me ha parecido una tipa de mirada siniestra.
Todo esto lo pensé cuando estaba viendo que el 92 % de los
smartphones vendidos en España entre diciembre de 2012 y febrero de 2013
funcionan con Android. Hasta los que tenemos Windows Phone sabemos que
miles, millones de personas tienen el mismo modelo de móvil que
utilizamos. A primera vista, a no ser que le hayas puesto una funda de
ganchillo al trasto o le hayas rayado la carcasa, el cacharro es
indiferenciable. Sin embargo, no podrías casi ni hacer la o con un
canuto con el móvil si no es el tuyo.
Porque, claro, estos aparatos tienen contraseñas. O tienen
aplicaciones que has personalizado. O tienen redes wifi que has
guardado. O tienen los iconos puestos en un lugar diferente. O están en
otro idioma. Eso es lo superficial, lo que es más fácil apreciar.
Pero los móviles también saben lo que te han de mostrar cuando buscas
algo en Google, que para eso han estudiado tu comportamiento; incluso
Facebook tiene un filtro bastante listo que te ahorra el trámite de ver
las actualizaciones de gente que no te importa demasiado. Qué alivio.
Eso, señoras y señores del jurado, es la leche. Un puñado de
pulgadas intuye -ojo: más o menos- lo que queremos, conoce nuestras
preferencias sin que se las tengamos que haber dejado manifiestamente
claras. Es como si nuestra amante supiera cuál es nuestra camisa
preferida o cuáles nuestros calzoncillos de ligar. Hemos -han- creado el
amor sintético, la muñeca hinchable intelectual, apéndices que, con el
tiempo, se convierten en únicos para cada uno de nosotros.
Otro día escribiré sobre el gran problema que esto plantea: que
sepan demasiado de ti y te espíen, como si una desconocida analógica, de
la vida real, te empezara a acosar. Pero eso lo dejo para más adelante,
que cada vez que escribo más de dos párrafos, me entra la nostalgia y
me deconstruyo.
(Imagen de Thomas Szynkiewicz - Das Fotoimaginarium en Flickr)